La identidad europea basada en la cultura se consolidó a finales del siglo XIX (VI)

Orlando Figes es un historiador británico, nacionalizado ciudadano alemán. Es profesor de Historia en la Universidad de Londres. Ha publicado bestsellers centrados en la historia de Rusia. En 2019 publicó un libro de gran interés, titulado «Los europeos» (Taurus), sobre la cultura europea en el siglo XIX como base de la identidad europea. Es un libro sobre el siglo en el que la cultura y la civilización europeas llegaron a su apogeo, antes de la gran caída de 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial .

El libro de Figes trata del añorado «mundo de ayer» de Stefan Zweig. Explica cómo se fue creando la gran cultura europea tras las guerras napoleónicas y cómo se llegó a producir el hecho de que, por los alrededores de 1900, en todo el continente europeo se estuvieran leyendo los mismos libros, reproducciones de los mismos cuadros, tocando la misma música en todos los hogares o escuchando en las salas de conciertos e interpretando las mismas óperas en todos los teatros más importantes de Europa.

Es un libro que muestra cómo se estableció el canon europeo -que constituye la base de la alta cultura actual, no sólo en Europa, sino en todas aquellas partes del mundo en las que ha habido asentamientos europeos- durante la era del ferrocarril. En Europa había existido una cultura internacional entre las élites al menos desde el Renacimiento. Se había erigido sobre la base del cristianismo, la literatura clásica, la filosofía y el estudio, y se había extendido por las cortes, academias y ciudades de Europa. Pero no fue hasta el siglo XIX que pudo desarrollarse una cultura de masas relativamente integrada en todo el continente.

La famosa frase de Edmund Burke «ningún europeo puede ser enteramente un exiliado en ningún lugar de Europa» parece hecha a medida para la realidad de la Europa del siglo XIX.

En muchos sentidos, el libro de Orlando Figes constituye una exploración de la era del ferrocarril como primer período de la globalización cultural y como consolidador de la unificación cultural de Europa, desde España hasta Rusia, desde Escandinavia hasta Italia. Las grandes transformaciones tecnológicas y económicas del siglo XIX (la revolución de la comunicación de masas y del transporte, la invención de la imprenta litográfica y la fotografía, el auge de la economía de libre mercado sin fronteras) fueron las fuerzas motrices que eran subyacentes a la creación de una «cultura europea», un espacio supranacional de circulación de las ideas y de las obras de arte que se expandía por todo el continente.

El ferrocarril era el símbolo paradigmático del progreso industrial y de la modernidad. Definía «la era moderna», fomentaba la creación de una cultura común y facilitaba el desarrollo de una economía a escala europea. Las cartas, que antes tardaban semanas para atravesar Europa en diligencia de correos, entonces llegaban en pocos días, y con el telégrafo, que se extendía en paralelo a la red ferroviaria, las noticias podían llegar en cuestión de minutos a las principales ciudades.

El impacto del ferrocarril resultó transformador de manera especial en el sector del libro, ya que los costes de transporte experimentaron una reducción drástica. El ferrocarril rediseñó el mapa cultural de Europa y apuntaló el optimismo del siglo XIX. Junto con la fotografía y las tecnologías mecánicas contribuyó a generar una concepción moderna de la realidad.  

A mediados del siglo XIX, se había consolidado un mapa cultural nítido que situaba el núcleo de Europa en el noroeste del continente -Francia, Países Bajos y tierras alemanas- mientras que en su periferia, desde España al Mar Negro, se encontraban los espacios europeos con influencia oriental (España bajo influencia árabe y Rusia bajo influencia asiática). Los viajeros que visitaban España y Rusia tenían la sensación de estar explorando los límites de Europa. Los europeístas tanto de Rusia como de España creían en Europa como una fuente de progreso moral, libertad y democracia, y consideraban que su propia tierra era el problema y Europa la solución (como Ortega y Gasset escribió refiriéndose a España).

Hacia finales del siglo XIX es cuando empezó a surgir un discurso sobre la «cultura europea» como una síntesis de estilos y obras de todo el continente y como identidad basada en unos valores y unas ideas comunes.

Durante las primeras tres cuartas partes del siglo, la gente raramente se refería a una «cultura europea». Más bien, se hablaba de la «civilización europea», un concepto eurocéntrico heredado de la Ilustración, que hacía referencia a la razón occidental, la libertad, el patrimonio artístico, clásico y el pensamiento científico, defendidos como los valores universales sobre los que se basa el progreso humano. Todo lo conformaba una ideología europea, pero no era el signo de una identidad cultural europea en particular.

La noción de Europa como espacio cultural compartido y de unión de los «europeos» surgió por primera vez durante las primeras décadas del siglo XIX. Saint-Simon concebía Europa como la portadora de una «misión civilizadora» que se definía por su espíritu secular, en el que las artes tomarían el lugar de la religión, la raza o la nación como elemento de los pueblos en el continente. Goethe creía que el crecimiento del tráfico cultural y del intercambio entre naciones formaría un tipo híbrido de cultura europea. Pero sólo durante el último cuarto del siglo XIX estas ideas abrieron paso a la noción de la existencia de una sensibilidad europea o de una identidad cultural distintiva, una sensación de «europeidad» compartida por los ciudadanos de Europa, con independencia de su nacionalidad.

Europa pasó de su gran estallido cultural común y armonioso de finales del siglo XIX y principios del XX a la «caída a los infiernos» de la «segunda guerra de los treinta años» (1914-1945 ) que comprende la primera y la segunda guerra mundial más su interregno con la Gran Depresión de 1929.

La UE es como una «ave fénix» nacida de las cenizas de los conflictos bélicos más sanguinarios de la historia. Una «ave fénix» que exclama  «nunca más guerra entre nosotros, europeos» y que quiere recuperar el espíritu cultural común y armonioso al que Europa había llegado en aquellos años añorados que se sitúan a caballo entre dos siglos.

Si se quiere buscar la mejor fórmula para definir la época anterior a la Primera Guerra Mundial, hay que releer un libro indispensable al que ya hemos hecho referencia: «El mundo de ayer», del escritor austriaco Stefan ZweigEra la época en que él creció y se crió. La define con las palabras que siguen. «Era la edad de oro de la seguridad. Toda la monarquía austriaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración y el mismo Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Todo el mundo sabía cuanto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué le estaba prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año. Cada familia tenía un presupuesto fijo. Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el lugar más alto de todos figuraba el anciano emperador. Y si éste se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo que fuera radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón. El siglo XIX, con su idealismo liberal,estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia el mejor de los mundos. Se miraba con desprecio las épocas anteriores. Se tenía una fe ciega en el progreso ininterrumpido … «Y no obstante todo esto, se estaba en vísperas del horror más grande de la historia de Europa.

La identidad europea (V)

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